La depresión es un exceso de pasado. Recordamos aquella tragedia, las palabras dichas a destiempo, lo que pudimos decir y hacer y no dijimos ni hicimos o lo que pudimos no decir o no hacer pero dijimos o hicimos, como la lengua que roza una llaga del paladar una y otra vez, chasqueamos la lengua y nos entra melancolía y tristeza.

El estrés es un exceso de presente, del jadeante presente que nos ahoga, anula, aplasta, paraliza. Casi ni hablamos de él. Es como Dios: está omnipresente. O como la ética del trabajo bien hecho: miramos hacia otro lado. Pero, como el dinosaurio, al despertarnos está ahí.

La ansiedad es un exceso de futuro. Nuestra mente se va allí, a esa página en blanco, y la rellena con toda clase de catástrofes y escenarios adversos. Aún no me he encontrado con alguien que piense que en el futuro los cuarentones cobraremos nuestras pensiones públicas al completo. Salvo yo. Que no lo pienso porque, entre otras cosas, me importa un bledo.

Y luego está el tiempo, es decir, ese desplazamiento de grandes masas de aire y las variaciones en la polaridad o la intensidad de la carga iónica de la atmósfera, ¿no? Ese tiempo. Ese es el importante. Céntrense en él. El otro es un rollo. Olvídenlo. Cuanto antes.