Hará unos cinco años tuve en mis manos un caso clínico muy curioso. Normalmente los padres luchan por la custodia de sus hijos tras separarse de una manera no amistosa. Ya saben, esas madres que les sugieren a sus hijas que den portazos para cabrear a papá, esos padres que intoxican las cabezas de sus hijos para pisotear la dignidad de mamá. O, bueno, si no lo saben, yo se lo digo: un juicio por custodia parental es uno de los espectáculos más ignominiosos sobre la naturaleza humana a los que uno ha de asistir. La quintaesencia de la bajeza moral. Pero este caso del que les hablo, que pasó por mis manos hará unos cinco años, tenía una peculiaridad: ambos padres se peleaban porque fuera el otro el que se hiciera cargo del hijo que tenían en común. Eso sí, al margen de los juzgados.

Este chaval de quince años, que pasaba por ser un precoz matón de barrio, venía a la consulta con camisetas de tirantas pegadas, aretes en las orejas, brazos tatuados y un casco de moto tuneado con coloridas alusiones a la marihuana, rebotado de varios psiquiatras y psicólogos hasta que alguien -aún no sé quién- habló a sus padres de mí. Siempre me hacía la misma pregunta, nada más cruzar el umbral de la puerta: “¿Puedo liarme un trócolo?”. Y yo siempre le respondía del mismo modo: “Sí, claro, siempre y cuando luego me lo des a mí para que me lo fume al llegar a casa”. Había tenido varios arrestos por peleas y reyertas callejeras -nada serio-, su rendimiento académico era pésimo y, en todo momento, su actitud resultaba hermética y numantina.

En estos casos, mi experiencia laboral me ha enseñado que lo más adecuado es no abordar el caso de un modo directo, con preguntas claras e incisivas, sino dejar que la auténtica personalidad del interlocutor y los sucesos que desencadenaron sus mecanismos de defensa vayan aflorando de modo natural a través de conversaciones aparentemente intrascendentes. Durante varias sesiones hablamos sobre mujeres, bares y resacas -asuntos que le interesaban en especial y en los que había profundizado significativamente-, hasta que, poco a poco, la confianza que se estableció entre nosotros hizo que las conversaciones se tornaran en más personales. Además, aunque el trato fuera áspero, muy pronto me involucré de un modo personal con aquel muchacho de mirada directa y retadora -cosa que la propia psicología no recomienda pero, ¿a quién le importa algunas de las cosas que dice la psicología?-. A mí, desde luego, un comino, de modo que, en estos comienzos, hubo sesiones en las que pudimos estar más de dos horas hablando de fútbol y hachís, para así acortar los plazos, ya que los recursos económicos de sus padres, además, atravesaban serias limitaciones.

Con el correr de las sesiones advertí que aquel adolescente, pese a hablar de una manera dejada, parca en léxico y cecear -lo que a simple vista podía constituir un manantial de prejuicios-, poseía un incontrolable potencial intelectual. Deformado, distorsionado, que no se correspondía con un adecuado relato lógico. Sí. Pero, de algún modo, se intuía que su mente vinculaba ideas de aquella extraña y retorcida manera suya, potencialmente bella y original, aunque indómita desde un punto de vista académico.

Conforme las resistencias fueron desapareciendo, me reveló que, a menudo, tenía ataques de ansiedad al imaginar el infinito. Que su estómago se le cerraba, las palmas de las manos le sudaban y la cabeza parecía estallarle cuando pensaba en la muerte. En esas ocasiones creía que iba a ser presa de un ataque al corazón. “Todo es mutable, cambiante. Necesito estabilidad. Que se reduzca la incertidumbre que me rodea”- me dijo en una ocasión, con voz temblona. Utilizaba la violencia como método para reducir su estrés. Así que, de vez en cuando, una pelea calmaba sus nervios. A su vez echaba mano del alcohol, hachís y pastillas. Un cóctel que le procuraba no pensar. Porque lo que le pasaba a aquel chaval, de andares pendencieros y lenguaje obsceno, es que sentía miedo.

Tal y como le sucede a todos los individuos violentos.

Todos los seres humanos somos iguales. Y no existen guetos, aunque a veces lo parezca: el mundo entero es nuestro gueto. Pero, pese a ser iguales, la naturaleza, o el azar determinista, o el darwinismo, o como prefieran ustedes llamarlo, nos ha dotado de pequeñas diferencias genéticas, entre ellas la inteligencia. Estas pequeñas diferencias tienen un objetivo: asegurar nuestra supervivencia. Ya que si todos fuéramos genéticamente idénticos una gripe común podría borrarnos del mapa. Mandé a mi paciente a un colega de profesión, a que se le hicieran una batería de tests que sondearan sus capacidades intelectuales. Cuando llegaron los resultados a mi bandeja de email, mi satisfacción fue mayúscula. Recuerdo que me levanté de la silla y, durante un rato, anduve en círculos por la consulta, a la vez que cerraba los puños. Aquel muchacho, despreciado no solo por sus padres, sino por él mismo, y arrinconado por la sociedad, ¡tenía un potencial mental significativamente alto!

Sufrir en la ignorancia es terrible. O mejor dicho: la ignorancia hace que nuestro sufrimiento devenga en resultarnos terrible. En un experimento que leí hace ya un tiempo -seguramente diseñado y ejecutado en una de esas universidades norteamericanas o británicas tan coquetas- se llegó a la conclusión de que el conocimiento emocional alivia mucho el sufrimiento. Era un experimento muy sencillo y, por lo tanto, muy lúcido. Se escogían dos grupos de sujetos experimentales. A ambos se les inyectaba adrenalina -es decir: ansiedad, es decir: miedo-. Al primero se le informaba de que había sido inyectado con adrenalina y de sus efectos: pánico, sudoración, palpitaciones, etc.; y al segundo no. Pues bien, mientras los sujetos del primer grupo informaron de que la situación era perfectamente controlable, los del segundo creían que se iban a volver locos, al no saber qué les estaba sucediendo.

La base de la curación es el conocimiento. Siempre. Cuando aquel perdonavidas de los arrabales, que acudió a mi consulta con aires chulescos y a la defensiva, comportándose de un modo grosero y displicente, supo la razón por la que se comportaba así, en ese preciso instante, obró el milagro y su conducta comenzó a cambiar. La cuestión obvia era: ¿cómo era, y sigue siendo posible, que alumnos con altas capacidades salgan del sistema educativo sin ser conscientes de su potencial intelectual? ¿En qué laberinto kafkiano educacional andan metidos nuestros hijos, que no son capaces de conocer lo más evidente por las instituciones que regulan dicha función?

Sé que la inteligencia no es solo un número. Lo sé. No es solo una cifra que supere los 130, o el umbral que sea que haya que sobrepasar. Ya lo sé. Es mucho más complejo. Supongo. Además, yo no poseo los conocimientos suficientes como para evaluar el tema en profundidad. Mis jornadas laborales las dedico, por lo general, a otras cuestiones. Pero existe una cosa muy evidente, o que el empeño de mi profesión me ha ofrecido como indudable. La mayoría de mis pacientes tienen un punto en común: la disonancia cognitiva. En mayor o menor grado, en casi todos existe una contradicción entre sus conductas y sus pensamientos, sus pensamientos y sus sentimientos, o sus sentimientos y sus conductas. Y esto crea mucha ansiedad. Que luego se manifiesta tal y como aquel muchacho me describía. Actuaba como un bruto, pero no lo era. Y eso le generaba ansiedad. Además de convivir, dentro de su mente, una clara asincronía entre su edad cronológica y su edad mental desde pequeño, que al no ser detectada a tiempo, degeneró en un miedo crónico que le hacía insoportable su existencia. Porque podemos vivir con desamor, rencor, envidia o tristeza, pero no con miedo. A largo plazo resulta imposible.

Eso es lo que le sucedía a mi paciente.

Paulina Bánfalvi y Silvana Prats, hartas de ver cómo el talento “se apaga, se somete, se critica, se envidia, se golpea, se minimiza y se ataca… hasta anularlo”, han decidido montar una campaña muy valiente, con blog incluido, para que nuestro sistema educativo preste más atención a las Altas Capacidades de sus alumnos. ¿Por qué? Porque tendría que ser nuestro puñetero deber moral intentar, al menos, que en España, de una condenada vez, se le preste más atención a la meritocracia intelectual que a todos esos otros asuntos que nos meten a paletadas como si fuéramos burros comiendo alfalfa. La propia psicología y la psiquiatría han desplazado, incluso estigmatizado, a los individuos que, por una u otra razón, incluida la inteligencia, se han escapado de la media, de lo normal, que en muchos casos se corresponde con la mediocridad.

Antes dije que la naturaleza nos ha dotado de determinadas y diferenciadas predisposiciones genéticas para asegurar nuestra supervivencia como especie animal. Pero aunque existan estas tendencias, poseemos margen para la acción individual. Nuestros genes no son prisiones frías, inflexibles e inalterables en las que estamos encerrados. O, al menos, no del todo. En la celda existen fracturas por las que, con mucho esfuerzo, podemos colarnos y escapar de ella, de ese agarrotamiento de nuestro juicio.

“Altas Capacidades: la rebelión del talento” es una iniciativa particular de dos mujeres particulares que están particularmente cansadas de la tiranía de lo general, de lo habitual, de lo normal. Desde aquí, les hago este pequeño y humilde homenaje. No lo tendrán fácil, sobre todo ahora que la filosofía ha sido relegada a asignatura optativa, pero bueno. Precisamente estas empresas quijotescas son las que deberían alimentar nuestros corazones. O por lo menos el mío.

Además, soy optimista. El último estudio del CIS revela que la mitad de los españoles no compró ningún libro el año pasado. Además, el 35% no lee nunca. Soy positivo. Creo que, tarde o temprano, una actividad tan inútil, poco funcional, que induce al ocio y a la feliz pereza ensoñadora, que, en términos de productividad financiera, es absurda, que es estéril en cuanto a prosperidad económica, que es propensa a algo tan alambicado como pensar, que resulta tan poco agotadora… Ya verán. En serio. Cuando nuestra ciudadanía caiga en la cuenta de que leer una novela o un poemario o un tostón filosófico nos arroja a los pies de la vagancia y la ineficiencia, la lectura se impondrá. No bromeo. Es solo cuestión de tiempo. Cuando esta gente se de cuenta de que leer un libro no sirve absolutamente para nada. Entonces…

La batalla comenzará a ganarse ….