Cualquier enfermedad mental, tan relacionada con el miedo, no deja de ser una ruptura con la percepción del mundo exterior. Y en especial de lo que verdaderamente importa: las personas que sienten afectos positivos por el enfermo. Pero, ¿qué se ubica en este lugar? Una preocupación incesante por el ego. Por el yo. O mejor dicho: por la autoconciencia y la propiocepción. A partir de ese click que resuena en nuestra mente, no existe nada más que el mundo interior. Aunque el mundo interior y el exterior sigan existiendo, cada uno va por libre. Y el tiempo, de súbito, se detiene. Ninguna experiencia nueva tiene cabida. A partir de ahí, no sucede nada. Nada nuevo.

Los seres humanos tenemos miedo. Estamos muertos de miedo. Somos como bebés en pañales, sueltos en mitad de la jungla. Háganme caso. No hay más tela que cortar. Si consiguiéramos aprender a vivir sin miedo nuestra vida mejoraría muchísimo. No existirían seguros de vida, hipotecas, ni chiflados que cortan cabezas ajenas y las cuelgan de la alambrada de una fábrica. O tipos que golpean a las mujeres, o toda esa gente que se droga y bebe hasta las cejas, ejércitos, naciones, partidos políticos. Todas esas cosas… hmmm… ¿estériles?

Llevo ya más de diez años escuchando testimonios vitales y otro y otro y otro y otro y, en fin, ¡qué quieren que les diga! Somos una especia gregaria, miedosa, con tendencia a la paranoia y a la angustia existencial. Ojalá tuviéramos la agilidad de los macacos o la valentía de los felinos. Pero no. Tenemos esa protuberancia en la zona frontal del cerebro que solo nos provoca miedo a la soledad y a la muerte y ese espejismo al que llamamos inteligencia. Podrán ustedes colgar un millón de selfies sonriendo. No me engañarán. Por muy guapos que salgan. No me convencerán de lo contrario. Tendrán que coger al miedo y plantarle cara, individualmente, cada uno a su manera: pegándole puñetazos, rompiéndole una botella en la crisma, partiéndole el cuello si es necesario. No escatimen. Utilicen todos los recursos que tengan a mano. Golpes bajos, encerronas, cabezazos. A por él.

Y, entonces, después de haber extinguido el miedo a vivir, háganse un selfie. A ser posible sin filtros sepia, blancos o vainilla. En serio. Los detesto. Ay. Cómo los odio.

Digresiones obsesivas, dilemas morales, vericuetos psicológicos que engendran monstruos. Porqué y cómo. Enfrentarme a las habituales preguntas sobre las que nadie, en su sano juicio, podría afirmar estar seguro al 100% en sus respuestas, suponiendo que estas existan. ¿Cómo paro mi cabeza? ¿Cómo freno la ansiedad? ¿Cómo puedo dejar de que esa imagen acuda a mi cabeza? ¿Es posible vivir sin miedo? ¿Cómo consigo que esta sensación devastadora de ahogo, el pellizco en el estómago y ese pánico paralizador me abandonen de una vez? ¿Por qué pienso una cosa, pero siento otra? ¿Por qué siento una cosa, pero pienso otra? ¿A qué se debe mi morbosa fijación por esto? ¿De dónde procede mi compulsiva afición por lo otro? ¿Crees que sería necesario un informe para justificar cómo me siento cada vez que cruzo el umbral de mi puesto de trabajo? ¿Es normal o habitual lo que me sucede? ¿Oír chistes, pero nunca encontrarles la gracia, pese a que me río? ¿Ver dramones, pero nunca sentir nada, pese a que lloro a borbotones?

Y ahí estoy yo, alzando la cabeza, para ladearla después, sostener las gafas con una mano, mientras tamborileo en la mesa con los dedos de la otra, estiro las bocamangas de la camisa y carraspeo educadamente antes de sugerir un consejo tan plausible, una hipótesis tan recomendable, una suposición tan robusta que, al llegar a casa y descalzarme, suelo olvidar.

Eso sí: por alguna razón funciona.

depresion, estres y ansiedad