playa

Con el verano no solo llegan las canciones horteras y Rafaela Carrá gritándole a los cincuentones que para hacer bien el amor hay que venir al sur -como si los del norte fueran criaturas asexuadas o a los seres humanos nos encantara darle al asunto con las pieles pegajosas a más de cuarenta grados-, también llegan las barbacoas, los piscinazos, el playeo y todas esas tradiciones místico-sociales.

Para los que lo pasan mal con esto de mostrar su cuerpo alegremente, pero se mueren de ganas por hacerlo: no es necesario que coloquen las manos sobre el estómago, las caderas, que oculten el trasero o se parapeten en la toalla hasta que suden como un pollo asado, tal y como me describen algunos de mis pacientes. ¡Llamarán más la atención! Sé que piensan que los demás estamos ahí, agazapados, esperando nuestra oportunidad para juzgarles de un modo negativo, pero no es así. Y si es así, son una franca minoría de enfermos mentales a los que no hay que prestar la más mínima atención.

La necesidad obsesiva de agradar a los demás hace que nuestra ansiedad ascienda o que nuestro umbral de información de ansiedad descienda, como prefieran. Pero si nuestra ansiedad sube, nuestra percepción se focaliza más en nosotros y, entonces, nuestra autoestima baja. Esto es como aquello de los vasos comunicantes.

Además, nadie está tan pendiente de los demás, porque todos estamos efectivamente más pendientes de nosotros mismos. Y mostrarse tal cual a los demás no es una cuestión tan cognitiva como conductual. De modo que ¡relájense y hagan como yo! Mi barriga emprendió una suicida escalada nacionalista el verano pasado. Desde entonces la dejé a su aire. Y ahora me pide la independencia unilateral. Así que he decidido sacarla por ahí a pasear y que le de un poco el sol. Que vea mundo.

Que ya lo dijo Pio Baroja: «el nacionalismo se cura viajando».