Los miedos, más o menos antropológicos, por llamarlos de alguna manera, se pueden dividir a trazo grueso en dos: el miedo a la muerte (manifestado por hipocondría, falta de confianza en uno mismo para moverse con soltura por el mercado laboral, etc.) y el miedo a la soledad (de grupo, familiar o social, y de pareja, cuya máxima expresión es el suicidio). Y, después, están los miedos que son frutos de nuestra caprichosa y ociosa mente, que se engloban dentro de la disonancia cognitiva, es decir, mantener un sentimiento y una conducta, una conducta y un pensamiento, o un pensamiento y un sentimiento, opuestos. La mujer que dice ser moderna, pero sufre por acostarse con múltiples hombres; o la mujer que dice ser conservadora, pero sufre por no poder acostarse con múltiples hombres. Y esa disonancia crea la archiconocida ansiedad y el omnimanoseado estrés.
Al principio, cuando comencé en esto de la psicología clínica, cometía el error que aún siguen cometiendo miles de psicólogos y psiquiatras de todas las edades y condiciones (en mi opinión, claro): ser demasiado teórico, rígido, confiar demasiado en un método general, tirar de libro. Allí estaban, todas mis herramientas psicoterapeúticas, mis tests, mis métodos, mis alambicados análisis, mis bagatelas psicologistas. Pero con el tiempo me fui convirtiendo en un psicólogo más flexible, con un sentido más práctico, menos teórico. De modo que en las primeras sesiones saco el paquete de klinex y escucho atentamente. Y a partir de ahí, una vez detectado el miedo de turno, lo único que hago es plantar un espejo mostramiedo frente a mi paciente y motivarle para que se enfrente a su miedo una y otra vez hasta que desaparezca.
Así que ya, a estas alturas, ni siquiera soy un psicólogo clínico. Soy un quitamiedos. Ya están tardando en colocarme en las lindes de una autovía.
Sin ser creyente ni religioso, únicamente empujado por mi natural inquietud intelectual, me topé con los ensayos y encíclicas papales de Ratzinger, criticado ferozmente por aquellos que no han leído -ni entendido oralmente, por tanto- una sola palabra de este coloso de las letras. Dice así:
«Existe una angustia –la angustia auténtica, que radica en lo más íntimo de nuestra soledad– que no puede ser superada por el entendimiento, sino exclusivamente por la presencia de un amante, porque dicha angustia no se refiere a nada concreto, sino que es la tragedia de nuestra soledad última. ¿Quién no ha experimentado alguna vez el temor de sentirse abandonado? ¿Quién no ha experimentado en algún momento el milagro consolador que supone una palabra cariñosa en dicha circunstancia? Pero cuando nos sumergimos en una soledad en la que resulta imposible escuchar una palabra de cariño estamos en contacto con el infierno. Y sabemos que no pocos hombres de nuestro mundo, aparentemente tan optimistas, opinan que todo contacto humano se queda en lo superficial, que ningún hombre puede tener acceso a la intimidad del otro y que, en consecuencia, el substrato íntimo de nuestra existencia lo constituye la desesperación, el infierno. Jean-Paul Sartre lo ha expresado literariamente en uno de sus dramas, proponiendo, simultáneamente, el núcleo de su teoría sobre el hombre. Y de hecho, una cosa es cierta: existe una noche en cuyo tenebroso abandono no resuena ninguna voz consoladora; hay una puerta que debemos cruzar completamente solos: la puerta de la muerte. Todo el miedo de este mundo es, en definitiva, el miedo a esta soledad».
Lo entendieron nada más que regular, Paloma -los obispos, sobre todo, y la opinión popular que hizo un tótum revolutum a partir de los medios de comunicación, que dijeron medias verdades sobre su persona-, pero como indagación en la naturaleza humana -en ocasiones paganas-, sus encíclicas no tienen precio.
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