«A ti te agrada todo el mundo, o lo que es lo mismo, no te importa nadie». El retrato de Dorian Gray (Oscar Wilde).
La adolescencia tiene mala fama. Es como el olor a comida en los trenes, o la gente que habla a gritos o ese vecino medio sordo que no termina de escuchar bien su teleserie de la hora de la siesta. Bendita adolescencia. Esa montaña rusa con sus pertinentes subidas y bajadas hormonales, el desarraigo, el descubrimiento del sexo -que puede resultar una experiencia muy escabrosa y perturbadora-, la progresiva separación parental, las idas y venidas afectivas, la soledad, el miedo y todas esas felices cosas que suceden. Y, por si fuera poco, hay que sumarle el hecho de que los padres de los adolescentes, al no haberse separado aún emocionalmente de ellos y, a la vez, sentir una honda soledad existencial privada, les llenan la cabeza con sus paranoias adultas. Lo cual complica mucho las cosas.
Pobres adolescentes. Porque estos muchachos se dan cuenta de estas circunstancias, pero sus padres no -o bueno, no todos; o bueno, no del todo-. Y sin embargo, o pese a todo, los adolescentes que acuden a mi consulta, por lo general, son unos seres humanos conmovedores. En serio. Unos supervivientes. Irónicos, perspicaces, aún mantienen un saludable humor de barrio -mitad crueldad, mitad lealtad, que se ha perdido en mi generación, sepultado bajo el zafio, relamido y paleto imperio de los políticamente correcto- y, como apostillaba Oscar Wilde, muy capaces de mostrar odio y desdén por las personas, lo cual indica que les preocupan.
Normalmente las raíces de los problemas de los adolescentes son sota, caballo o rey. Amor no correspondido, dudas sobre la orientación sexual, algún o alguna imbécil que le hace la vida imposible en el colegio o en el barrio, un estilo educativo parental excesivamente sobreprotector o pasota, violencia en el núcleo familiar. No suele haber mucho más detrás. Es así de sencillo. Y de complejo, a la vez.
Si tuviera que elegir la edad predilecta de mis pacientes esta sería, sin duda, cualquiera que se enmarque dentro de la adolescencia. Mis pacientes adolescentes tienen algo -o quizá ese algo lo tenga yo-, que hace que las sesiones psicoterapeúticas se desarrollen de un modo asombrosamente natural. No es necesario que me cuenten demasiadas cosas íntimas. La sintonía surge al instante y de un modo casi espontáneo. Me cuentan las cosas que hacen -sobre todo las prohibidas- y al ver que no solo no las juzgo, sino que la mayoría de las veces incluso me río a carcajada limpia -porque la mayoría de cosas que les pasan a los adolescentes son para mearse de risa-, en seguida se establece entre nosotros una fuerte relación de confianza. Además, como con el paso del tiempo comprueban que soy una tumba y no les digo nada a los padres -porque si algo detesta un adolescente es ese litigio diario al que es sometido por parte de sus padres-, se sueltan de una manera tan franca que, al final, acaban contándome esas cosas que ellos no quieren contarse a sí mismos. Y que no dejan de ser la razón por la que están allí. Tanto ellos como mis pacientes de otras edades.
El otro día lo pensaba. Es posible que, de algún modo, me esté convirtiendo en un psicólogo especializado en adolescencia, de manera no deliberada. Solo por el porcentaje de pacientes que tengo de esa franja de edad. Cabe la posibilidad de que, en un futuro, en mi tarjeta de visita ponga. «Luis Marí-Beffa. Psicólogo especializado en la adolescencia».
Les aseguro que no me importaría. En absoluto.