«Nada más llegar a mi consulta y escuchar mis habituales preguntas, mis pacientes se echan a llorar. Incluso hay veces que la primera sesión se limita a una riada de lágrimas, entrecortada con alguna que otra torpe explicación. Al fin y al cabo, el mundo es un lugar frío y duro, aunque no lo parezca o se trate de esconder (la ficción y el platonismo funcionan hasta cierto punto). Además, nuestro sistema límbico no es un mecanismo demasiado sutil, que se diga, y arroja sus emociones sin ningún miramiento. Unas emociones ásperas, afiladas, bruscas, difíciles de encajar. De modo que mis pacientes, por regla general, lloran una barbaridad mientras yo, paquete de Kleenex en mano, les voy repitiendo con voz firme y confiada: «No se preocupe, llorar es un síntoma, y los síntomas normalmente van aparejados a intentos de nuestro cuerpo por reparar algo, así que llorar es bueno, en cierto modo. Es como estornudar: lo hacemos para expulsar el bichito de marras».
Pero mis pacientes también se ríen. Y mucho. ¡Vaya si ríen! A este respecto, y a grandes trazos de pintor de brocha gorda, he identificado cinco grandes grupos de risas:
(1) La forzada: esa que simulan después de mis chistes malos.
(2) La maníaca: esa que sueltan en pleno brote de manía y de obsesión; una risa que, cuando eché a rodar en esto de la psicología clínica, me helaba la sangre, pero que ahora me fascina.
(3) La lúcida: esa que aparece ante el absurdo de la existencia.
(4) La espontánea: la que brota de manera natural y profundamente genuina, la que no tiene ninguna elaboración intelectual de por medio, la que ni siquiera puede tener un motivo aparente, la que surge como un torrente y uno se pone feo de tanto reír, la inmaculada, la total, la Risa; esa que uno no puede reprimir aunque quiera, ya que las heridas por las que se escapaba el río de la vida (si se me permite una licencia un tanto cursi) están al fin cicatrizadas y uno vuelve a ser libre, salvajemente libre. La que me llena de orgullo profesional cada vez que presencio en mi consulta.
Para el quinto tipo de risa he de hacer un aparte. Creo sinceramente que lo merece.
La «fatiga del combate» (shell shock) se confundía con una falta de valor en la Primera Guerra Mundial. Era una psicopatología procedente de la constante exposición a bombardeos, disparos y muertes de compañeros por los que se llegaba a sentir una amistad muchísimo mayor y más intensa que en la vida civil. La sintomatología incluía mutismo, parálisis mezclada con repentinas convulsiones musculares, falta de concentración, insomnio extremo, desinterés por todo y la quinta clase de sonrisa de la que les hablo. Una risa terrible en edad adulta, distraída, infantil, vulnerable, inocente, venusina, difícil de describir con palabras.
La «fatiga del combate», o algunos de sus síntomas, también se manifiestan en raras ocasiones en pacientes que han estado expuestos a continuas peleas, ruidos y violencia verbal en el núcleo familiar, generalmente en niños, pero también en adultos. Es una sonrisa que solo la he visto una vez en mi vida laboral. Y es una sonrisa por la que, por alguna razón, de un modo automático, uno siente un incontrolable sentimiento de amor, tristeza y compasión por esa persona.
Sin embargo, ¿saben cuál era el síntoma más inaudito, apasionante, mágico, hermoso y genial de los soldados aquejados por la «fatiga del combate»? Que cuando un soldado detectaba esta clase de psicopatología en otro soldado enemigo, a lo mejor por esta risa de la que les hablo, ambos se miraban y, paralizados, arrojaban sus armas al suelo, sin atacarse el uno al otro.