Esperanza

La estatua que encabeza este artículo fue erigida por Jacques du Broeuq, arquitecto del renacimiento nacido en los Países Bajos. Encarna La Esperanza. Ilustro el texto con esta maravillosa obra de arte porque, dos veces al año, con una regularidad casi matemática, recibo las llamadas de una persona que no me pone contento, sino que provoca que la cabeza casi me estalle de alegría (mezclada con otras emociones menos confesables).

La primera vez que cogí el teléfono, a la hora del resoplón, pensé que era un comercial -tienen esa dichosa manía de romper mis hermosas siestas-, de modo que ya respondí de mala baba; y cuando la voz comenzó a hablarme, en un tono de lo más coloquial, no sabía quién era, así que permanecí, así, agazapado, esperando una pista, un detalle, algo a lo que asirme para saber quién demonios era aquella enigmática persona que me hablaba con tanta confianza. Él mismo se dio cuenta: «No sabes quién soy, ¿eh?». Y se rió. Y fue esa risa, esa maravillosa y descomunal risa que al tipo le salió de las entrañas, la que me dio la clave definitiva de la identidad de mi interlocutor.

El inaudito y magnífico ser humano que me llamaba -pues no es otra cosa, salvo esa-, era un antiguo paciente del que hacía años, ¡pero años! que no sabía nada de él. Un paciente que solicitó mi ayuda tras un accidente de coche en el que quedó definitivamente postrado en una silla de ruedas. Y, además, otra persona muy querida para él murió en el accidente. Un asunto muy feo.

Les juro que yo apenas hice nada para que aquel hombre mejorara su estado de ánimo en un tiempo récord. ¡Lo hizo todo él solito! De hecho, teníamos entre nosotros la broma de que, en realidad, yo iba a su casa -por motivos obvios lo visitaba a su casa todas las semanas- para ayudar a su madre, con la que tuvo que irse a vivir y que, dicho sea de paso, llevaba el asunto bastante peor que el propio damnificado. ¡Era un tipo estupendo! Con un sentido del humor afilado y brutal, desenfadado, un torbellino. Y con esa capacidad para reirse de él mismo que solo poseen las personas de auténtica talla personal.

Me contó que todo le iba bien en el trabajo. Como es funcionario del Estado, lo convencí para que no pidiera la baja definitiva, para que siguiera trabajando, que solicitara un cambio de destino de ciudad y una reubicación en sus tareas laborales, ya que eso, a largo plazo, redundaría positivamente en su autoestima. Había rehecho su vida con otra mujer. Las bajas definitivas y las paguitas están envenenadas. Háganme caso.

Me contó cosas más íntimas y demás, y cerramos la conversación con la firme promesa de mantener el contacto. Pues bien, todo esto viene a cuento de cómo funciona nuestra memoria. Cómo hay acontecimientos vitales que se quedan fijadas en ella para siempre. Recuerdo que un día fui a visitarlo. Hacía un calor intenso y no sé qué me había pasado, pero llevaba un humor de perros, nunca mejor dicho. Empezamos a hablar, pero yo era incapaz de concentrarme. Me acuerdo que un perro ladraba insistentemente en el ojo patio. ¡Qué pulmones tenía aquel perro! No paraba. Allí estaba. ¡Guau, guau, guau! Llegó un punto que me enervó tanto el puñetero perro que saqué la cabeza por la ventana y grité algo así: «¡Que alguien haga callar a ese perro!».

Y, entones, mi paciente, aquel superhéroe cotidiano, se rió -esa magnífica risa que le salía de las entrañas, exactamente la misma por la que di con quién era cuando me llamó por teléfono- y me dijo algo que nunca se me olvidará. Jamás. «¿Sabes? Cuando te pasa lo que me pasó a mí, el ladrido de un perro deja de afectarte». ¡Qué ser humano! En serio. ¡Qué hombre más excepcional! Si existiera la justicia en este mundo, tendría que haber sido yo el que le pagara a él, y no al revés.

Que pasen un buen día. No permitan que el ladrido de un perro lo arruine.