Sigmund-Freud

No hace mucho tuve un caso de custodia que me llegó de los juzgados de Málaga capital y que casi se lleva por delante mi carrera profesional y mi razón. Mujer perfectamente cualificada para ejercer sus funciones maternales. Padre perfectamente cualificado para ejercer sus funciones de borracho enganchado a las máquinas tragaperras. Hasta ahí todo iba bien. Hasta que tuve una entrevista personal con el hijo por el que ambos pugnaban.

Por lo general, los hijos en caso de custodia suelen tapar las peleas de sus padres. Toda vez que rompes el hielo en la consulta y le preguntas por el, siempre espinoso, asunto de las relaciones parentales en el seno de la familia, estos intentan ocultar los gritos, los insultos, las agresiones. «Nunca he visto, ni oído, a mis padres pelear» -mienten, con ingenuidad. Pero este chaval, de 7 años, no trataba de esconder nada. Yo le hablaba de Messi o Cristiano Ronaldo -le gustaba el fútbol- y no reía, ni mostraba el más mínimo interés. Se podría afirmar que aquel crío estaba profundamente deprimido, más allá de cualquier coyuntura pasajera. Algo importante estaba dando vueltas en su mente.

La madre trabajaba jornada partida y, por las tardes, lo dejaba con el abuelo. Tiré del hilo y descubrí que este abusaba sexualmente de él. Tras una entrevista con el abuelo con nulo éxito -ya que lo negó todo-, al que incluso brindé mis conocimientos profesionales para que cesara su conducta pedófila, incluí en el informe todo lo que el chaval objeto de abusos me había contado. «El niño refiere…», «el niño afirma…», escribía con sumo cuidado para no pillarme los dedos, en el dudoso caso de que aquel muchachillo tristón me estuviera mintiendo.

Llegó la vista del juicio a la que fui convocado. A partir de ahí, comenzó mi pesadilla. En el impasse que tuvo lugar entre la redacción del informe -de más de 700 páginas- y el juicio, el crío se echó atrás en todo lo que me había revelado. Nada de eso había sucedido. Todo era mentira. Yo le había sacado aquellas palabras de un modo fraudulento. Yo era un mentiroso. Un manipulador. Un peligro para la sociedad. «¿Qué gano yo con esto?» -pregunté en aquella sala repleta de familiares de la madre ruidosos, enfadados y desquiciados. «Solo me he limitado a exponer lo que el menor me dijo». «¿Está usted seguro de que lo que ha indicado en el informe de custodia es verdad?» -me preguntó un hombre serio, con toga, que negaba con la cabeza y chasqueaba la lengua constantemente. «¡No, cómo podría estarlo, yo no estaba allí!»

Y así, lo que en un principio iba a ser un caso de custodia sencillo, se convirtió en un pleito contra mí, ya que la familia me puso una denuncia, en la que constaba la posibilidad de inhabilitarme como psicólogo durante tres años. De modo que me vi en la obligación de acudir, por vez primera, al abogado asignado por mi seguro de responsabilidad civil, que pago religiosamente para que cubra esta u otras eventualidades.

A instancias de mi abogado, el chaval fue llevado a un centro de Sevilla especializado en desmontar o montar casos relacionados con abusos sexuales a menores. El examen concluyó que lo que yo había plasmado en mi informe no era cierto. Los abusos del abuelo habían sido más desgarradores y macabros de lo que aquel ángel, de mirada indirecta y afligida, me había relatado con mucho miedo y vergüenza. Se firmó un documento ante notario en el que se restaron  las costas de mi abogado, notaría, gastos administrativos y, el resto de la suma que le gané a aquella familia la usé a mi voluntad-ya que con prontitud pusimos una denuncia por daños y perjuicios que ganamos al instante- bajo dos condiciones que yo impuse: la suma económica iba a parar íntegra al crío, cuando fuese mayor de edad -absolutamente nadie podía estar como autorizado a esa cuenta durante todo el período desde los 7 hasta los 18 años-, y que me mantuvieran totalmente aislado del devenir del caso.

Solo quería descansar y que me dejaran en paz.

Para colmo, todo esto se mezcló con una grave enfermedad de la que fui diagnosticado unas semanas antes -y de la que ahora puedo decir que he superado, revisiones periódicas mediante- y la implicación personal en otro caso clínico. Hacía ocho años que me prometí no volver a involucrarme personalmente con ningún paciente, ya que hacía ocho años que dejé de trabajar, durante un año, como psicólogo por el dramático desenlace que aconteció en aquel caso.

Ocho años después. Me veo en la misma situación. Y probablemente lo único que me salve -a nivel profesional y personal- es conseguir ayudar a esta persona desde un punto de vista estrictamente psicológico. Cosa que, espero, pueda llegar a buen puerto esta vez, a modo de expiación por aquel error pasado.

Este cúmulo de situaciones concatenadas me llevó a un severo insomnio, excesos para mi salud que -en un cierto y paradójico modo- me ayudaron a solucionar mi pretérita enfermedad y un estado mental transitoriamente alterado.

Pero nada de esto es importante. No me arrepiento de mi situación actual, ni me lamo las heridas indulgentemente, ni pido nada a nadie, ni hago llamadas intempestivas para culpar a los malos. Callo, aguanto, ayudo, trato a las personas con el respeto que -a mi juicio y previa oportunidad- cada una se merece, pido disculpas humildes cuando he de pedirlas, me revuelvo como un marrajo si alguien me vacila, presumiendo de ser quién no es, ignoro al instante a los que descubro que tapan constantemente la verdad para mantener su ridículo y falsamente transgresor statu quo social, me convierto en una bomba humana cuando molestan a mi familia y sigo adelante con paso firme. Me considero un tipo razonablemente práctico, para mi bien.

Aún mi mente, algunas noches, se va allí. A aquellos ojos infantes que debían estar a salvo de las perturbadas mentes adultas, de ese mundo intoxicado, errático, desviado, infernal. Debemos desterrar los tabúes de la sociedad. Debemos acabar con ellos. Los supervivientes de abusos sexuales deben hablar, sin que nadie los juzgue. Con libertad. Sin vergüenza, ni miedo.  Aunque resulte desagradable, engorroso y complicado. Las víctimas deben hablar con soltura, sin complejos, para romper el trauma. Y nosotros, todos, no solo los psicólogos, debemos escucharlas.

Y el que no esté dispuesto a hacerlo. Por favor, que desaparezca de toda circulación social cuanto antes. Déjennos al resto en paz con nuestras cosas.