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La lluvia es un fenómeno que, en el sur, siempre provoca asombro, paralización general, caos. Todos chasqueamos la lengua, blasfemamos, tocamos el claxon, dejamos claro que ya está bien, que esto de la lluvia no nos gusta un pelo. Los niños chapotean, los viejos de pantorrillas lampiñas patinan y, a veces, se caen de culo al suelo.

Si se piensa bien, la lluvia es un elemento de sorpresa. Durante unos segundos, todo permanece anárquico, jadeante, peleón. Azotadas por el viento, las palmeras se despeinan como viejas cuellilargas de pelambres locas, y el mar se encrespa, soltando sus aromas y sus espumarajos. Y, después, justo después, un instante más tarde, todo permanece intacto, silencioso, lunático, hasta que por fin, comienzan a oirse, en tono de disculpa, el trinar de los pájaros, los gemidos de las primeras motos y todos empezamos a salir a la calle de puntillas, frotándonos los ojos, mirando a nuestro alrededor con guiños y parpadeos, como si, en el fondo, todos pensáramos que la lluvia es culpa nuestra.

En el sur ha llovido. Todo parece ahora más limpio, más puro e inmaculado. Los sinsabores más lejanos, los marrones más llevaderos y las angustias más soportables. Las cosas, oye, como que se ven mejor, más limpitas, lejanas y aceptables, toda vez que atrás queda el asombro, la paralización y el caos. Bendita lluvia.

La lluvia es verdaderamente fascinante. La lluvia es la releche. Siempre lo ha sido. Todo ese vapor de agua, todas esas minúsculas partículas de agua en suspensión que se agrupan en el quinto pino y viajan cientos de kilómetros hasta caer sobre nuestras cabezas. No me digan que no es la santísima leche.

Los seres humanos siempre hemos guardado una relación antropológica muy íntima con la lluvia. La hemos invocado de mil maneras diferentes. Con música y danzas ceremoniales. Hemos festejado el fin de las cosechas con gorros de flores, trozos de espejos, lazos, panderos, laudes y violines. En muchísimas partes del mundo la lluvia se ha aprovechado para limpiar nuestro interior de espíritus malignos, en ese limbo entre la realidad y lo intangible. De modo que, ya saben, aprovechen la lluvia y pónganse guapos por dentro. No cuesta tanto.

Después de los ataques, después de los empellones atmosféricos, del fiero horizonte, de esas nubes preñadas de negritud, de esos cenitales actos de locura, el cielo amanece inocente y silencioso, todo él candor y luminosidad, arrancando de nuestro malparido asfalto un brillo apagado.

Y ese montón de olores, ese petricor, que tan poco interesa a los perros.