Muchas-monedas-en-un-cuenco-de-madera

El dinero tiene mala fama pero, de hecho, es posiblemente uno de los mejores inventos para evitar injusticias. Apareció de manera espontánea. Nada tuvo que ver ninguna élite financiera y, de ser así, esta surgió de una forma profundamente natural.

Para evitar las injusticias del trueque -que apareció con los primeros excedentes agrarios y ganaderos-, en el cual se aprovechaban las necesidades vitales del comprador para sacar una ventaja desmesurada en el intercambio de bienes y servicios, entró en escena el dinero. Durante el trueque se solían intercambiar protección o vidas humanas por alimento. Se suele tener una visión tan delirante como romántica de la época del trueque. Nada que ver con lo que los antropólogos nos dicen que sucedió.

Y, con el dinero, apareció el sistema de precios. Los precios sirvieron para coordinar los intercambios indirectos entre seres humanos. Yo soy psicólogo y, como tal, puedo hacer trueques, bajar precios, subirlos, no cobrar. Lo que me de la gana con mis pacientes privados, ya que el intercambio es directo.

Una paciente, que trabajaba en una empresa de limpieza, durante un tiempo me limpió la casa a cambio de psicoterapia. Incluso una vez finalizada nuestra relación profesional, continúa viniendo de cuando en cuando a cocinarme un puchero. Porque de mis pacientes he recibido pimientos, patatas, dulces, libros, películas, cebollas, aceite de oliva, garrafas de vino dulce, limones y una montaña de quebraderos de cabeza.

No puedo decir lo mismo de mis pacientes de las aseguradoras, ya que ello incluye un intercambio indirecto entre la mejoría del cliente –bien– y la psicoterapia –servicio-. En este caso existe un precio que no fijo yo y al que he de atenerme, sin quejarme, ya que dicho precio se ajusta a las fluctuaciones del mercado. Digamos que, bueno, es lo que hay.

¿Saben? Estuve un año sin trabajar de psicólogo. Así fue. Esto solo lo sabe mi círculo de amigos más íntimos. Bueno, ya no. Y me importa un bledo. Aquel adolescente, con el que me impliqué profesionalmente hasta el punto de dejar de cobrarle porque, sencillamente, me salió de las narices, se suicidó. Era muy puntual, pero aquella vez no acudió a consulta. Y, luego, la llamada. Y, más tarde, la noticia. Y, después, no pude trabajar más.

Pero aquel año, lejos de ser improductivo, fue una de mis épocas vitales más fértiles. Estuve trabajando para PriceWaterHouseCoopers que, a su vez, lo hacía para la Junta de Andalucía. Así que, como curraba de un modo indirecto para la Junta, mi salario ya estaba prefijado de antemano. Nada que objetar. Acudía cada mañana a las oficinas de la consultora con el ordenador de la empresa y me sentaba a analizar datos de turismo.

Ocupación hotelera, percepción del turista de seguridad ciudadana, limpieza, servicios públicos, etc., relación calidad-precio, origen turístico, gastos. Una barbaridad de variables que ordenaba, limpiaba, escudriñaba y transformaba según las demandas de mi empleador.

Además, durante ese año pude reflexionar mucho sobre la manera en la que yo estaba realizando mi trabajo, aprender a conocer mis límites, medirme como profesional. No fue en vano. Nada de lo que ha sucedido en mi vida ha sido en vano. Ni el suceso más escabroso lo es.

Pero, volviendo al dinero. El dinero. Echar pestes de él suele ser la manera más casta de consagrarlo. Solo puedo ponerle una pega al dinero. Y no es a él en sí mismo, sino a sus propietarios mayoritarios. Si tuviera que establecer una correlación entre el respeto por los profesionales y la clase social, esta sería inversamente proporcional, por regla general. Sin dudarlo. Las clases más altas suelen ser las más tacañas a la hora de respetar el valor del trabajo de un profesional. En cambio, las clases más bajas suelen ser las más justas en este trato.

Lo he visto con mis propios ojos y vivido en mis propias carnes miles de veces. Las clases altas no paran de regatear, objetar, quejarse, pleitear, comparar y calumniar el trabajo de los demás. En cambio, las clases bajas aceptan con humildad lo que un profesional les aconseja, pagando el precio convenido con alegría. Pero esa no es una objeción al dinero en sí. Esa es una injusticia más, relacionada con la antropología.