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Si todos saliéramos a la calle con embudos en la cabeza, al individuo que fuera a hacer la compra con una boina o el cabello suelto se le miraría con recelo, con la sospecha de ser portador de alguna enigmática locura. No en vano, la homosexualidad ha sido considerada como un trastorno de la personalidad con conducta desadaptativa, primero, y un trastorno de la identidad, después, por el DSM (biblia del diagnóstico psiquiátrico) hasta bien entrados los tiernos años 80 -con penas de castración química de por medio-, únicamente por ocupar los extremos de la Campana de Gauss. Y enfermedades tan graves, descorazonadoras, violentas, luctuosas, desoladoras y tétricas como el mal gusto, autodenominarse liberal siendo conservador, el mal olor en transportes públicos, la superioridad moral de veganos, zutanos, menganos y perenganos o la imbecilidad han pasado casi desapercibidas, en muchas ocasiones por ocupar un papel central en el escenario del Imperio de la Media y la Moda.

Cabe la posibilidad. Pero solo es una posibilidad, ¿vale? Y, como todos sabemos, las posibilidades son como una especie de potencialidad de que algo suceda, ¿no? Vale. Cabe la posibilidad. Cabe la posibilidad de. Bueno. Cabe la posibilidad. Que no deja de ser un caudal. Una aptitud. Cabe la posibilidad, ¿eh? No es seguro. Cabe la posibilidad. Cabe la posibilidad de que los seres humanos que acuden a mi consulta o los veo a través de Skype, en su mayoría, sean sencillamente leales, bondadosos, íntegros, lúcidos, cariñosos, inteligentes y este mundo, sin sentido, o con un sentido disfuncional, les haya pasado por encima, dejándolos hechos trizas.

Existe una posible contingencia, un eventual riesgo, una casual ocasión, una probable oportunidad, una facultad, vaya, cabe la posibilidad.

Cabe la posibilidad, de la que cada vez estoy más seguro, de que el psiquiátrico esté ahí afuera.