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Jen Adams Beason, profesora de segundo grado de primaria, puso como trabajo de clase para sus alumnos la redacción de un texto en el que dieran su opinión, y la expusieran, sobre un invento de la humanidad que jamás debería haberse descubierto. Cuatro de sus alumnos optaron por el teléfono móvil, en especial uno de ellos, que especificó «Odio el teléfono de mi madre y desearía que no tuviera uno».

Todos sabemos que la interacción de los padres con sus hijos es esencial para que numerosos aprendizajes, como los lingüísticos, emocionales o sociales, se inicien o se afiancen. Que estos aprendizajes se logren a través de las nuevas tecnologías nos sitúa en un escenario, cuanto menos, novedoso.

TODOS los casos de preadolescentes, adolescentes o jóvenes que llegan a mi consulta, por diferentes razones, tienen un común denominador: la adicción al móvil o a otra nueva tecnología. A TODOS los amigos de esos muchachos y esas muchachas les sucede lo mismo -con lo cual se podría hablar, sin miedo a equivocarnos, de epidemia-. Y TODOS consiguen solucionar los problemas por los que llegaron hasta allí. Eso sí: siempre y cuando se les expliquen bien las cosas.

Abbey Fauntleroy, otra profesora, aseguró que a raíz de la carta de este chaval que odiaba el móvil de su madre, «tuvimos una discusión en clase sobre Facebook y todos y cada uno de los estudiantes dijeron que sus padres pasaban más tiempo en Facebook que con ellos».

Podrán preguntar a cualquiera. En todos los años que llevo ejerciendo como psicólogo jamás le he dicho a un padre o a una madre cómo debe educar a sus hijos. Faltaría más. Son sus hijos. No míos. Ni de su familia. Ni de la sociedad. Ni de nadie. Para lo bueno y para lo malo. Lo único que suelo decir es que un comportamiento de la naturaleza de interaccionar con nuestro entorno a través del móvil se instaura a través del aprendizaje vicario. Para que nos entendamos: por observación. De alguien habrán copiado esos críos esa conducta.

 

En la tramoya de las adicciones SIEMPRE aparecen, ocupando el escenario central de los pensamientos, los sentimientos y, por supuesto, las conductas, la ansiedad. Digamos que los adictos utilizan el porno, las drogas, el juego, las personas, el móvil, tabaco, los videojuegos, el consumismo o los rituales de comprobación, orden y limpieza asociados a un TOC, como ansiolíticos.

Sin un deseo sincero, íntimo, de no querer ser un enfermo adicto a la compulsión por consumir NUNCA se llega a solucionar el problema. Un truco bastante solvente es posponer la compulsión. ¿Consumiré? Vale. Pero lo haré dentro de dos horas, cuatro horas, mañana. Hasta que se pasen las ganas. Posponer es controlar. Y no pensar más allá de 24 horas porque, entonces, nos entra el agobio. No sé mañana, pero hoy no lo voy a hacer.

Y no intentarlo, hacerlo. Y no definirnos como que somos así, simplemente tenemos un hábito. Y tener en cuenta que la baja autoestima está relacionada con la ansiedad y, de algún modo, con el objeto de nuestra adicción. Si confiamos en nuestros recursos naturales para afrontar los sucesos cotidianos y potencialmente estresantes de la vida, tendremos unos niveles de ansiedad bajos. Y viceversa.

Todos se quejan del comportamiento cada vez más compulsivo de los jóvenes con las nuevas tecnologías. Pero los jóvenes solo se limitan a copiar.