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La humildad radical, que tanto defienden los grupos de autoayuda por adicciones como método de curación, es una virtud personal que se basa sobre todo en el autoconocimiento. En aceptarse y tratar honestamente de ser uno mismo. Sabemos cuáles son nuestras propias limitaciones y debilidades y, de este modo. restamos importancia a nuestros logros y reconocemos los defectos y errores.

Cualquier enfermedad mental está marcada por una notable ausencia de humildad. Solemos echarle la culpa de nuestras emociones desagradables a pérdidas sentimentales, familiares, a las instituciones educativas, a la política, a la ausencia de civismo de nuestros vecinos, a los amigos, a la actitud de los demás, etcétera.

Pero la cuestión es que este etcétera no solo es infinito, sino que nos aleja de nuestra recuperación, redoblando nuestro egocentrismo, tan perjudicial para la psique.

Hace unos días hubo una gran riada y posteriores inundaciones en Mallorca, con muertos y heridos y coches en posturas inverosímiles en carreteras y múltiples pérdidas materiales. Y entonces un periodista vio que Rafa Nadal estaba ayudando a sus vecinos. Solo hay una o dos fotos de Nadal con botas de agua y un traje especial para limpiar el barro y achicar el agua, como un vecino más, porque él quiso pasar desapercibido. Si no, habría cien fotos. Pero hay pocas. Muy pocas.

Además, cedió las instalaciones de su escuela de tenis para que las familias damnificadas no vivan a la intemperie. Pues bien, no han faltado los usuarios de redes que han puesto a caer de un burro a Rafa Nadal, tildándolo de populista y falso o no sé qué más. ¿Cuál es el problema? Que no son unos pocos. Son muchísimos.

Y yo siempre pienso lo mismo en estos casos. Salvo perfiles falsos, las redes sociales son una herramienta muy útil, ya que nos permiten identificar a los enfermos mentales de un modo muy sencillo: leyendo sus comentarios. Una vez detectados podemos ayudarles de dos modos: explicándoles su falta de humildad y, si no entran en razón, cosa bastante habitual, bloqueándoles para que, al menos, en un futuro se peleen entre ellos y nos dejen en paz al resto.

Porque pelear con los demás es un mecanismo de defensa tan burdo y rudimentario como útil. A corto plazo. Por un lado, no terminamos de aceptar nuestra enfermedad mental. Digamos que estamos tan ocupados mostrando nuestra indignación con los demás que nos olvidamos de nosotros mismos. Por otro, aumentamos nuestra autoestima.

Pero subir la autoestima a base de intentar bajar la de los demás, difundir chismes con el objetivo de hacer quedar mal a otros, no funciona. Si no, las redes sociales estarían plagadas de personas sin problemas psicológicos. Y, como todos sabemos, no es el caso. Lo único que funciona a medio, largo plazo es ayudar al prójimo. Quizá suene manido, pero es lo que hay. Ayudar a los demás sirve para relativizar nuestros problemas, que nos podamos mirar al espejo con orgullo y amor y, de paso, hacer del mundo un lugar un poco más justo.

Podemos convertir un autoconcepto negativo en una preocupación positiva por el otro. Si nos centramos demasiado en nuestros problemas caeremos, por enésima vez, en la autocompasión egocéntrica. Si nos centramos en los demás, por el contrario, nos convertiremos en seres humanos dignos de nuestro respeto.

Porque la auténtica grandeza no consiste en hacer que todos se sientan pequeños, sino en todo lo contrario.