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Las psicopatologías, por regla general, nos aíslan de los demás, nos vuelven egocéntricos, rencorosos, hostiles. Existe siempre, en mayor o menor grado, esa ruptura con nuestro entorno. De repente, la marea interior comienza a separarse cada vez más del mundo exterior. Nos separamos de la familia, de la sociedad y, lo que es peor, de nosotros mismos.

Podemos incluso llegar a despreciar las vidas que viven otros. No porque no las deseemos, sino como mecanismo de defensa. No se encuentran a nuestro alcance, ya sea por una cuestión material o intangible. La baja autoestima, la mala gestión de emociones, las conductas obsesivas, el miedo o la angustia nos arrastran, de un modo u otro, al aislamiento de una forma inexorable.

Solemos repetirnos que no hay nada malo en nosotros, aunque sepamos que estemos mentalmente enfermos, y transferimos esa tara al mundo. Entonces se interrumpe el contacto con la realidad. Cualquier experiencia pierde el poder de atracción y seducción que poseía antes. Porque cualquier enfermedad mental supone una ruptura con la realidad, como dije antes. Y en la profundidad de esta ruptura es precisamente donde se encuentra la gravedad de la psicopatología. Nuestra vida deja de tener sentido y comenzamos ese proceso de alejamiento de los demás, de lo demás.

La psicología y la psiquiatría suelen cometer el error de centrarse demasiado en los procesos cognitivos y emocionales, en los pensamientos y en los sentimientos. Pero, ¿qué hay de la conducta? ¿Qué relación guarda con nuestras emociones y nuestro modo de razonar? Un comportamiento adecuado tiene la capacidad de reconectarnos con la vida, de una manera progresiva. Con la vida que tenemos que vivir, que queremos vivir, sin que el aislamiento sea un obstáculo.

Quizá si comenzamos a dejar de mentirnos sobre quiénes decimos que somos, si nos volvemos honestos, si dejamos de escondernos, si aceptamos nuestra impotencia y la ingobernabilidad de nuestra solitaria vida, podamos dar el primer paso hacia la felicidad.

Porque al dar la cara, al aceptar esa verdad íntima, sea cual sea, que nos sucede un día tras otro, establecemos los lazos necesarios para conectar nuestra vida personal con esa otra vida más vasta que nos rodea. Quizá encontremos manos, conocidas y anónimas, que nos brinden comprensión y ayuda, y dejemos de sentirnos solos.

Quizá, al fin, podamos llegar a ser nosotros mismos. Sin necesidad de parapetarnos en redes sociales, máscaras y espíritu cínico, que solo logran perpetuar esa triste verdad que tanto parece que nos cuesta aceptar.

Somos una especie gregaria. Necesitamos de los demás para sobrevivir. Se podrá negar nuestra realidad antropológica, nuestra programación genética, nuestra biología, nuestra esencia como especie, durante una corta época. Más allá, me temo que solo nos espera la contradicción entre lo que desearíamos y lo que, efectivamente, tenemos.

Nunca es tarde. Con una adecuada reestructuración cognitiva, apoyada en una exhaustiva programación conductual, debería ser suficiente. No es tan complicado. Aunque nuestros pensamientos catastrofistas nos sugieran lo contrario, es bastante sencillo romper con nuestro antinatural aislamiento social.