Ivan Locke trabaja de capataz para grandes proyectos de ingeniería civil. Durante largos años se ha aplicado duramente en su puesto de trabajo, hasta alcanzar un alto nivel de vida que le hace ser aparentemente feliz junto a su familia. En la víspera de su trabajo más prestigioso, del mayor vertido de cemento de la historia del Reino Unido, y en una noche muy señalada para sus hijos, Locke conduce en dirección opuesta a su vida, guiado únicamente por su moral, que se presenta en el asiento de atrás del automóvil, en forma de ausencia paterna.
Toda la historia transcurre en el interior del coche, donde Locke habla a través del manos libres del móvil con su jefe, su mujer, sus hijos, sus compañeros de trabajo y sus amigos, que intentan hacer que entre en razón, que cambie de decisión, que trate de ser sensato, dar marcha atrás, regresar a su trabajo y a su hogar. Las voces de su vida le alertan sobre su resolución. Todas menos una: la de su conciencia. Que ya ha tomado una decisión. ¿Equivocada? ¿Acertada? Es un detalle irrelevante. Lo único que importa es que sea suya y no de la conciencia de otra persona.
Locke es una extraordinaria película que explica de una manera muy cabal el siempre peliagudo tema de la toma de decisiones en psicología, muchas veces paralizada por determinados bloqueos cognitivos. La historia de Ivan Locke nos enseña mucho sobre esa encrucijada que tanto puede amargar, si erramos, o alegrar, si acertamos, nuestra existencia. Sobre todo, se observa algo muy, pero que muy importante en el tiro al aire que es la vida: que podemos equivocarnos en nuestras decisiones, que nuestras decisiones pueden hacer que tanto nuestra vida como las de otras personas se pongan patas arriba y se rompan para siempre, que podemos cagarla con nuestras decisiones, cometer grandes y dramáticas equivocaciones con nuestras decisiones, extraviarnos definitivamente con nuestras decisiones. Pero serán eso: nuestras. No de los demás. Y nada más que por esta razón serán las adecuadas. Siempre.
Una de las herramientas más fiables que poseo, como psicólogo clínico, es la detección de cuál o cuales son los bloqueos cognitivos que se sitúan en la tramoya de nuestros pensamientos y que evitan que, a la postre, seamos incapaces de tomar decisiones. Sobre todo cuando estas son pilares en nuestra vida. De entre estas interrupciones mentales, las más comunes suelen ser que perdamos el contacto con nuestras propias emociones o nos desorganicemos interiormente de un modo significativo en época de crisis. También podemos posponer el determinar una acción por miedo a sufrir, poca confianza en nosotros mismos, necesidad obsesiva de agradar a los demás, olvidar nuestra jerarquía de valores o vivir en la imaginación. Créanme: el catálogo puede ser más extenso que la lista de la compra antes de un puente vacacional en el que no viajemos a ningún lugar.
Por lo general, todos tendemos a pensar que esto de la psicología clínica es una disciplina muy alambicada, retorcida, repleta de vericuetos por los que nuestra mente crea monstruos. Pero no es así. Nunca es así. Los mecanismos que rigen la mente son mecanismos generales. Y aunque nuestra vida haya resultado ser una continua peripecia homérica o el relato melancólico de un triste personaje, pobre de espíritu y arrepentido, detrás de ella siempre existe una sucesión de decisiones que desembocaron en quienes somos en la actualidad. Algunas de estas decisiones son forzosas, otras voluntarias y la mayoría azarosas, pero siempre estará ese escenario, esa grieta soberana sobre la que, al menos, ejercemos cierto control.
Yo he tomado decisiones en mi vida terribles. En serio. Calamitosas. Ni se las imaginarían. Horribles. He tomado decisiones que, con absoluta seguridad, un observador externo hubiera calificado, sin miedo a equivocarse, de catastróficas, desgraciadas, infames. Pero todas fueron mías. Quizá mi vida tenga muchos aspectos a mejorar pero, ¿cuál no? ¿Y quién no ha errado nunca en sus decisiones? ¿Y no nos aplicamos todos en ello, en que nuestras existencias sean mejores? Ese es el error. Nuestras biografías nunca han de ser mejores. Han de ser nuestras. Con eso es más que suficiente. Uno nunca es cien por cien independiente de sus acciones. Está claro. Pero acercarse, ojear ese precipicio que se extiende ante nosotros y lanzarse en caída libre, no tiene precio.
Vivir en la ignorancia es terrible. Vivir en el conocimiento de qué nos sucede es harina de otro costal. De ahí que descubrir cuáles son los las murallas que nos impiden tomar, no ya las decisiones adecuadas, que no existen, sino las nuestras, las propias, es de suma importancia para que podamos decir, si un día para nuestro mal, viene a buscarnos la parca, que alguna vez tuvimos una vida.
Eso es lo que le ocurre a Locke. En el asiento de atrás vacío del coche de Ivan Locke. Él mira por el retrovisor esa ausencia, esa ética parental antagónica. No sabe si lo que está a punto de hacer es lo adecuado. Pero sabe que es lo que le sale de las tripas.
¿No es suficiente?
Que miedo!!!! Y eso que yo por lo menos, para bien o para mal, he hecho! He hecho cosas! He sido consciente de tomar decisiones. La parálisis es una decisión también y no somos conscientes de estar haciendo nada.
Algunas de mis decisiones tuvieron consecuencias muy negativas. Luego hubo que tomar otras, para remediar las primeras….
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Lo importante es tomarlas sin miedo!
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