Entender el mundo genera mucho estrés. No es nada sencillo. Es, de hecho, harto complicado. Sobre todo cuando las herramientas con las que uno cuenta son dos o tres eslóganes dogmáticos que han de cuadrar sí o sí. Uno se encuentra frente a la realidad y debe explicarla con tres hierbitas, dos lugares comunes y un relato, a ser posible dickensiano, en el que la frase «La gente es estúpida, inculta y sádica» aparezca con cierta regularidad.
Claro, con estos rudimentarios útiles resulta muy difícil explicar La Cosa, porque La Cosa es muy muy muy compleja. Y eso crea frustración. Y la frustración produce crispación. Y entonces es cuando aparece el recurso fácil del insulto y los malos modos. No importa que uno sea antitaurino, animalista, ultraortodoxo religioso, nacionalista o monje tibetano. Siempre se repite el mismo esquema. Una y otra vez.
Cuando intenten despachar el asunto de las corridas de toros, por ejemplo, con dos o tres frases manidas, recuerden que enfrente habrá otra persona en contra con otras dos o tres frases sobadas. Pero, entremedio, hay una tradición que hunde sus raíces en el siglo XVIII, aunque ya parte de la civilización minoica, que ha padecido críticas desde que apareció, sobre todo de las monarquías y las burguesías, que la consideraban poco menos que un espectáculo vulgar, poco pedagógico y brutal, tal y como sucede ahora. Nada nuevo bajo el sol. Los ilustrados y sensibles miran por encima del hombro a los tontos e insensibles. Una tradición que ha permanecido gracias a las clases más humildes, como el resto de las tradiciones, por cierto. Cuando uno se enfrenta a una tradición, siempre ha de tener en cuenta que esta va a tener un poso histórico y un apoyo popular que no van a poder despacharse con dos o tres mantras.
La Semana Santa unos muñequitos adorados por gente estúpida. El folclore una música que solo escucha la gente inculta. Las corridas de toros apoyadas por cientos de miles de sádicos que se sientan a nuestro lado en el autobús. Y, de nuevo, la misma vieja paradoja de siempre: cuanto menos se conoce la Semana Santa, más sencillo es desprestigiarla; si uno desconoce de dónde provienen los verdiales o la mismísima copla, prefiere echar mano de la incultura. Es la misma paradoja, repetida una y otra y otra y otra vez. Y así parece que seguimos.
Hace ya bastante tiempo jugué al tenis con un amigo siciliano. Me habló de la política italiana y me hizo reflexionar sobre la gigantesca cantidad de cosas de las que hablamos sin tener la más mínima idea. Y, entonces, no sé por qué, pensé en Lady Gaga. Yo no podría tener una opinión, ni a favor ni en contra, sobre Lady Gaga. Solo la vi una vez con un filete en la cabeza y me he tropezado con su música unas cuantas veces en lugares públicos o en la tele. Nada más. Nunca he escuchado un disco suyo. ¿Qué opinión podría yo tener sobre ella? Tengo opiniones políticas, de Sicilia, de literatura, las corridas de toros, el fútbol o psicología, porque he leído libros sobre teoría política, literatura, he estudiado la carrera de psicología, voy de vez en cuando a ver los toros, me gusta el fútbol y viajo siempre que puedo a la isla más bonita del mundo. Pero si no hubiera hecho ninguna de estas cosas, no tendría ninguna opinión sobre estas cosas. Y no dejo de flipar con cosas que, tan desgraciadamente a menudo, leo sobre cosas de las que he llegado, por una inclinación natural y espontánea, a tener una opinión, siempre cambiante, tal y como es la realidad, por cierto. Tener opiniones fijas sobre un tema ya indica un gran desconocimiento sobre ese tema.
Prince era un genio y dormía poco. Como Luis Aragonés. Sin embargo, todos estaremos de acuerdo en que no se parecían demasiado. Pues eso mismo pasa en política en la actualidad. Si uno quiere gravar con un 0’1% a las operaciones financieras especuladoras lo llaman bolchevique, si pretende subir los impuestos a millonarios, que ni se van a enterar de la subida, para luego redistribuirlos lo llaman Lenin y si dice que está en contra de que se organice una quema de la constitución televisada lo comparan con Franco.
Porque todo esto no es otra cosa sino La Cosa. Dios me libre tan solo de intentar explicarla.
Se dice que hablar es gratis, pero no lo es. Y cuando desde el desconocimiento hacemos esas afirmaciones, sobre asuntos de los que poco o nada sabemos, cuanto más lo hacemos, más anclamos nuestra idea en ese mismo punto que afirmamos, lo cual complica y mucho el poder cambiar de parecer en un futuro, pues mutilamos, o ese peligro corremos, la posibilidad de reflexionar con una mayor riqueza. Así, desde las sombras que surgen del propio ser, de sus miedos y pobres limitaciones, se tiende a señalar al prójimo y tildarlo de poco menos que inepto, pasando por alto que mientras es un dedo el que acusa al de enfrente, otros tres, que parten de la misma mano que el primero, miran en la dirección que el juez, ligero en la sentencia, ocupa.
Recuerdo a mi padre en sus últimos días, cuando yacía en la cama del hospital. Quiso ser torero en su juventud. Lo intentó. El Portuario llegó a ser su sobrenombre en ese mundillo. Incluso fue a pie a Sevilla en busca de una oportunidad en aquella España de entonces, con una vida dura y escasa en comodidades si la comparamos a la de ahora. La vida y las obligaciones, su fuerte sentido de la responsabilidad, le hicieron alejarse de un sueño, el suyo, en el que se veía lidiando en grandes plazas y ofreciendo al respetable una faena que procuraría fuese digna. Sueños que, como los de no poca gente, acabaron desvaneciéndose. Retomó su afición al jubilarse. Y bien que demostraba saber de qué hablaba cuando se refería al ruedo. No siento amor por la tauromaquia, él lo sabía, pero escuchaba con respeto a mi padre toda vez que a ella se refería, pues a la pasión que sentía, la cual lo desbordaba, había que sumar ese conocimiento suyo. No sólo hablaba de toros con propiedad, sino que adornaba cuanto decía con anécdotas que se sucedían entre la gente, todos de muy humilde cuna, sobre este o aquel torero y la maravillosa corrida que había ofrecido en tal o cual plaza.
En sus últimos días, buscando amortiguar su agonía, yo le ponía en sus marchitadas manos mi móvil, con las imágenes de algunos de los maestros más célebres. Debía ayudarlo a sostenerlo, ya que hasta para eso andaba escaso de fuerzas quien tanto anduvo de acá para allá sin más deseo que el de poder ganarse la vida y lograr sacar adelante a su familia. No recibí buenas miradas de ciertas personas, mas poco me importó en esa hora. Pero qué iban a saber ellos qué estaba ocurriendo allí. No. Dudo que lograsen suponerlo siquiera. O tal vez sí. Alguno, quizás, pudo haber adivinado qué podía estar pasando. Finalmente, el maestro, mi maestro, se marchó. Y, como él decía: “hay mucha gente que es mentira”.
Nunca entendió que hubiese tanta gente que llamase asesino al aficionado al toro. Comprendía que no quisieran la muerte del toro ni su lidia, pero no acertaba a inferir el por qué de tanto odio y condena. Sólo una vez me llevó a La Malagueta, a la plaza, y una sola vez bastó que le dijese que no me gustaba lo que allí vi siendo niño. Lo respetó, y jamás quiso convencerme.
Cambian los tiempos y las costumbres. No el hombre.
Buen texto, Luis.
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Podría decirse, por añadir algo que quizás no sea del todo correcto, que, a la hora de verter opiniones con la frescura que otorga la total o parcial ignorancia que a todos nos toca en mayor o menor medida, que nuestra propia estupidez no nos permite reconocer cuan estúpidos somos.
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