
Ser asertivo implica poner en juego herramientas comunicativas que nos lleven a interaccionar con los demás expresando dos conceptos claros: nuestros derechos individuales y los de los demás. Esta es la premisa esencial donde se asienta la asertividad, tan poco conocida como tan usada creyéndose conocida.
La asertividad es el punto intermedio entre dos infiernos: el pasivo y el agresivo. Ese marido que nos regala sus decisiones, pero se nos comunica a diario quejándose de nuestras decisiones. Esa novia que no respeta nuestras opiniones y, cuya falta de tolerancia, bloquea tan siquiera la posibilidad de que nosotros podamos estar en lo cierto, y no ella.
Si somos asertivos nuestra calidad de vida puede mejorar hasta unos niveles insospechados por nosotros mismos. Con la asertividad podemos transmitir opiniones, sin necesidad de preguntar antes, colaborar con otras personas sin continuos roces, criticar, experimentar orgullo, delegar en los demás y negarse, sobre todo negarse. Aprender a decir que sí, que todo eso está muy bien, pero que NO.
Porque todos tenemos nuestros derechos -y obligaciones- y libertades individuales y, mientras nuestra conducta no atente contra los derechos -y obligaciones- y las libertades de otros, estamos en nuestro pleno derecho de mandar al cuerno a cualquier indeseable, sin necesidad de sentir culpa por ello.
El método más fiable, válido y eficaz para entrenar y aprender asertividad es el cognitivo conductual, que incluye entre sus instrumentos psicoterapeúticos más íntegros la restructuración cognitiva. Si pretendemos hacernos entender de la manera más transparente, es bien sencillo: mirar directamente a los ojos y hablar de un modo lo más simple posible, con frases cortas y fáciles de comprender y, he aquí lo más difícil, ya que a través de las grietas de nuestros argumentos se cuelan los intentos de manipulación del otro, sin una sola justificación.
Tal y como hace la señora de la fotografía que encabeza este breve artículo